miércoles, 6 de junio de 2012

Más tinta, no tinta, mi tinta.

Desde hace algún tiempo fue interesante para mí analizar el mundo del tatuaje. Más allá de todo el folklore del asunto, los prejuicios que cada vez son menos y los tantos mitos que existían alrededor de la actividad (contagios y peligros) se ha convertido en una forma válida de expresión de individualidad o en su defecto de pertenencia a un grupo, clan o estilo de vida.

Personalmente, mientras crecía nunca pensé llegar a tener un tatuaje en mi cuerpo. En aquella época me habían metido en la cabeza que sólo los criminales, pandilleros o algún tipo de "low life" llevaban estas coloridas formas de "dañar" tu cuerpo. No pude haber estado más equivocado.

Felizmente, los seres humanos nunca dejamos de aprender, de absorber información, procesarla y sacar conclusiones alrededor de nuestra propia interpretación. Hoy tengo una buena parte de mi cuerpo tatuada y me encanta.

La verdad es que todos han fantaseado alguna vez con tener uno. Tal vez no la más dulce de las fantasías, pero fantasía al fin. Ya sea tener algo grande y malo como un personaje demente de alguna película de acción, un detalle sexy como alguna actriz famosa deseada por multitudes o simplemente una brillante forma de plasmar tu personalidad en tu piel. Todos -aunque sea por un segundo- deseamos un tatuaje alguna vez.

Lo interesante del tema es que la mayoría de aquellos que deciden mantener ese deseo controlado y casi en secreto no lo hacen por el "ayayai" y el potencial "vele vele", lo hacen por lo extremo de la decisión. Decir que sí a un tatuaje es un compromiso más grande que decir acepto y ponerle un hueco a tu cédula de soltero. 

Sin embargo, les invito a re pensar el asunto. Seamos francos, es casi imposible que el tatuaje que te gustó hoy te siga gustando después de 40 años. Todos cambiamos, nuestros gustos cambian y es entonces cuando supuestamente vas a odiar tu piel, tu cuerpo y todo lo que rodea a tu tatuaje. Vas a querer arrancarte el brazo, la pierna o la cara (Mike Tyson) y te vas a lanzar del decimo quinto piso de un edificio. Right.

Lo que nadie te dice -pero te lo voy a decir yo- es que con el pasar del tiempo tu tatuaje se vuelve invisible. Deja de ser una mancha en tu cuerpo que ves y analizas a detalle todos los días para saber si te gusta para pasar a ser parte de tu cuerpo, como un grupo de pecas o esa cicatriz que tienes en la pierna desde que te caíste de la bicicleta cuando tenías 6 años. Es verdad, no lo ves más hasta que alguien te hace un comentario o hasta que de una u otra forma conectas recuerdos o palabras con el concepto detrás de tu fabulosa tinta. Y cuando recuerdas que está ahí, cuando vuelve a ser visible, sigue siendo igual de fantástico.

Es que más allá del valor estético que pueda tener tu tatuaje. Bonito o feo, para ti significa mucho más. Es el recuerdo de una época, de una versión tuya que llegó a tener tanta pasión por algo que -en ese momento- lo quiso tener consigo por siempre. 

Por supuesto recordarás todos los detalles del por qué, de cómo, con quién y cuándo lo hiciste. Te sentirás orgulloso, porque sin importar lo bien o mal que se vea hoy, aquel día fuiste un personaje valiente y descarado. Ese día no hubo miedo ni dolor que te pare, no hubo autoridad alguna sobre ti, proclamaste tu libertad empujando un poco más allá tus límites. 

Pasarán 50 años y llegará un día en el que vea mis tatuajes recordando como tantos me advirtieron que algún día se verían horribles sobre mi piel arrugada y flácida. Seguramente agradeceré no haberlos escuchado porque preferiré que la piel arrugada y flácida esté tapada por memorias y color.


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